Hoy llego yo también a los 50. Os confieso, antes de nada, la emoción que me agarra sólo al pensar que en poco más de un mes estaré con vosotros y en la iglesia del pueblo, escenario de tantos grandes momentos alegres y tristes de nuestras vidas. Y comiendo tortas y subiendo al cerrillo. Y cenando y viendo cómo bailáis en la banqueta…
No voy a repetir lo que todos sentimos porque ya está escrito en este blog. Quiero contaros algo más personal. Para mí, celebrar este día es un privilegio. Con el paso del tiempo, te das cuenta de que las cosas que importan de verdad en la vida son muy pocas, y casi todas tienen nombre de persona. Y entre esas personas estáis vosotros.
Creo que mi entusiasmo se notó desde el primer día. Os diré por qué.
Yo me fui de Torrenueva casi sin querer. Quería irme, pero no por dejar atrás el pueblo, sino porque el mundo ofrecía muchas cosas que me atraían, que aquí no había y que no quería desaprovechar. Pero siempre añoré lo que dejaba, porque en Torrenueva fui feliz. Sabía que habría otras felicidades, pero ésta –junto con tantas cosas- se quedaba para siempre atrás.
No voy a decir que he sido como un hobbit lleno de morriña fuera de la Comarca. Pero, a veces, en cualquier lugar de cualquier país, por cualquier nimio motivo, como dice la primera entrada del blog (un olor, un ruido, una palabra, una escena, un paisaje), me mordisqueaba por dentro el pasado de entonces, de cuando las fronteras del mundo eran el Jabalón y la rambla, y Valdepeñas quedaba lejísimos. Veía la calle Arjona, donde crecí, llena de niños y niñas, algunos de ellos quintos; veía la ristra de aulas escolares por las que fuimos pasando, cada una con su montón de historias; veía la bodega de Carrucha, donde pillé mi primera borrachera con Segundo a los ocho años, justo el día que empezaron a poner Heidi en la tele; veía la calle Arenas y la era de Josema, donde jugábamos al fútbol muchos de nosotros; veía el cocedero de Jaime donde hacíamos, año tras año, los maitines; veía el pajar del cuartel, donde tantos y tantos ratos de charlas íntimas pasé con Dani, que debería estar este día con nosotros, pero decidió otra cosa y todavía, 28 años después, me sigue faltando.
Y veía tantas, tantas primeras veces compartidas con unos o con otros: las primeras cañas de barril en el bar de la gasolinera; las primeras –y últimas, en mi caso- catas de nicotina; los primeros baños en las alamedas; los primeros pasos de baile discotequero; los primeros acercamientos impacientes a las niñas que eráis vosotras, que, para nuestra desgracia, crecíais más aprisa y preferíais a chicos mayores… y otras primeras veces menos confesables, incluso ahora.
Estos meses me han servido para taponar esa pequeña herida de mi pasado. Por eso tengo la intención de exprimir enterito el sábado 30 de julio: el día y la noche y lo que haga falta. Y por eso quiero daros las gracias a todos y todas por participar en hacerlo posible.
Alguien dijo que cuando uno está solo, está con quien quiere. Así que yo, aunque no lo sepáis, he pasado mucho tiempo con vosotros. Con unos y con unas, más que con otros y otras, claro. Me habéis acompañado en vueltas y revueltas, en mis peleas con el mundo, en mis aventuras amorosas, en mis ensoñaciones, en muchas de las cosas que he escrito…
No sé si existe el paraíso soñado, pero el mío no está lleno de doncellas vírgenes, ricos manjares o surtidores de vino. Mi paraíso es Torrenueva en un día de finales de junio como ahora, con olor a siega y ecos de norias, sin escuela ni deberes y con todo un largo, interminable verano por delante esperando ser devorado como si sólo durase veinticuatro horas. Y, en ese verano, estáis vosotros. Porque vosotros sois mi infancia y, os guste o no – y a alguno o alguna igual no os hace mucha gracia-, vais conmigo por donde yo voy.
Así que llegaremos juntos al paraíso. Pero eso no ocurrirá hasta que tengamos 107 años. Quedamos también para entonces.
Vuestro,
Luisfer
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